19 agosto 2005

Relato de un Náufrago

El libro hay que comprarlo, no lo subo todo porque es ilegal. Sólo subo tres capítulos que son los que me interesa que lean.Si quieren el resto escríbanme. Para el lunes me conformo con los tres capítulos.Disfrúenlo.
GABRIEL GARCIA MARQUEZ
Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber,que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de labelleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por elgobierno y olvidado para siempre.
La historia de esta historia
El 28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho miembros de la tripulación deldestructor "Caldas", de la marina de guerra de Colombia, hablan caído al agua ydesaparecido a causa de una tormenta en el mar Caribe. La nave viajaba desde Mobile,Estados Unidos, donde había sido sometida a reparaciones, hacia el puerto colombiano deCartagena, a donde llegó sin retraso dos horas después de la tragedia. La búsqueda de losnáufragos se inició de inmediato, con la colaboración de las fuerzas norteamericanas delCanal de Panamá. que hacen oficios de control militar y otras obras de caridad en del surdel Caribe. Al cabo de cuatro días se desistió de la búsqueda, y los marineros perdidosfueron declarados oficialmente muertos. Una semana más tarde, sin embargo, uno de ellosapareció moribundo en una playa desierta del norte de Colombia, después de permanecerdiez días sin comer ni beber en una balsa a la deriva. Se llamaba Luis Alejandro Velasco.Este libro es la reconstrucción periodística de lo que él me contó, tal como fue publicada unmes después del desastre por el diario El Espectador de Bogotá.Lo que no sabíamos ni el náufrago ni yo cuando tratábamos de reconstruir minuto a minutosu, aventura, era que aquel rastreo agotador había de conducirnos a una nueva aventura quecausó un cierto revuelo en el país, que a él le costó su gloria y su carrera y que a mí pudocostarme el pellejo. Colombia estaba entonces bajo la dictadura militar y folclórica delgeneral Gustavo Rojas Pinilla, cuyas dos hazañas más memorables fueron una matanza deestudiantes en el centro de la capital cuando el ejército desbarató a balazos unamanifestación pacífica, y el asesinato por la policía secreta de un número nunca establecidode taurófilos dominicales, que abucheaban a la hija del dictador en la plaza de toros. Laprensa estaba censurada, y el problema diario de los periódicos de oposición era encontrarasuntos sin gérmenes políticos para entretener a los lectores. En El Espectador, losencargados de ese honorable trabajo de panadería éramos Guillermo Cano, director; JoséSalgar, jefe de redacción, y yo, reportero de planta. Ninguno era mayor de 30 años.Cuando Luis Alejandro Velasco llegó por sus propios pies a preguntarnos cuánto lepagábamos por su cuento, lo recibimos como lo que era: una noticia refrita. Las fuerzasarmadas lo habían secuestrado varías semanas en un hospital naval, y sólo había podidohablar con los periodistas del régimen, y con uno de oposición que se había disfrazado demédico. , El cuento había sido contado a pedazos muchas veces, estaba manoseado ypervertido, y los lectores parecían hartos de un héroe que se alquilaba para anunciar relojes,porque el suyo no se atrasó a la intemperie; que aparecía en anuncios de zapatos, porque lossuyos eran tan fuertes que no los pudo desgarrar para comérselos, y en otras muchasporquerías de publicidad. Había sido condecorado, había hecho discursos patrióticos porradio, lo habían mostrado en la televisión como ejemplo de las generaciones futuras, y lohabían paseado entre flores y músicas por medio país para que firmara autógrafos y lobesaran las reinas de la belleza. Había recaudado una pequeña fortuna. Si venía a nosotrossin que lo llamáramos, después de haberlo buscado tanto, era previsible que ya no tenlamucho que contar, que sería capaz de inventar cualquier cosa Por dinero, y que el gobiernole había señalado muy bien los límites de su declaración. Lo mandamos por donde vino. Depronto, al impulso de una corazonada, Guillermo Cano lo alcanzó en las escaleras, aceptó eltrato, y me lo puso en las manos. Fue como si me hubiera dado una bomba de relojería.Mi primera sorpresa fue que aquel muchacho de 20 años, macizo, con más cara detrompetista que de héroe de la patria, tenía un instinto excepcional del arte de narrar, unacapacidad de síntesis y una memoria asombrosa-s, y bastante dignidad silvestre como parasonreírse de su propio heroísmo. En 20 sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yotomaba notas y soltaba preguntas tramposas para detectar sus contradicciones, logramosreconstruir el relato compacto y verídico de sus diez días en el mar. Era tan minucioso yapasionante, que mi único problema literario sería conseguir que el lector lo creyera. No fuesólo por eso, sino también porque nos pareció justo, que acordamos escribirlo en primerapersona y firmado por él. Esta es, en realidad, la primera vez que mi nombre aparecevinculado a este texto.La segunda sorpresa, que fue la mejor, la tuve al cuarto día de trabajo, cuando le pedí aLuis Alejandro Velasco que me describiera la tormenta que ocasionó el desastre.Consciente de que la declaración valía su peso en oro, me replicó, con una sonrisa: "Es queno había tormenta". Así era: los servicios meteorológicos nos confirmaron que aquel habíasido uno más de los febreros mansos y diáfanos del Caribe. La verdad, nunca publicadahasta entonces, era que la nave dio un bandazo por el viento en la mar gruesa, se soltó lacarga mal estibada en cubierta, y los ocho marineros cayeron al mar. Esa revelaciónimplicaba tres faltas enormes: primero, estaba prohibido transportar carga en un destructor;segundo, fue a causa del sobrepeso que la nave no pudo maniobrar para rescatar a losnáufragos, y tercero, era carga de contrabando: neveras, televisores, lavadoras. Estaba claroque el relato, como el destructor, llevaba también mal amarrada una carga política y moralque no habíamos previsto.La historia, dividida en episodios, se publicó en catorce días consecutivos. El propiogobierno celebró al principio la consagración literaria de su héroe. Luego, cuando sepublicó la verdad, habría sido una trastada política impedir que se continuara la serie: lacirculación del periódico estaba casi doblada, y había frente al edificio una rebatiña delectores que compraban los números atrasados para conservar la colección completa. Ladictadura, de acuerdo con una tradición muy propia de los gobiernos colombianos, seconformó con remendar la verdad con la retórica: desmintió en un comunicado solemneque el destructor llevara mercancía de contrabando. Buscando el modo de sustentarnuestros cargos, le pedimos a Luis Alejandro Velasco la lista de sus compañeros detripulación que tuvieran cámaras fotográficas. Aunque muchos pasaban vacaciones endistintos lugares del país, logramos encontrarlos para comprar las fotos que habían tomadodurante el viaje. Una semana después de publicado en episodios, apareció el relatocompleto en un suplemento especial, ilustrado con las fotos compradas a los marineros. Alfondo de los grupos de amigos en alta mar, se veían sin la menor posibilidad de equívocos,inclusive con sus marcas de fábrica, las cajas de mercancía de contrabando. La dictaduraacusó el golpe con una serie de represalias drásticas que habían de culminar, mesesdespués, con la clausura del periódico.A pesar de las presiones, las amenazas y las más seductoras tentativas de soborno, LuisAlejandro Velasco no desmintió una línea del relato. Tuvo que abandonar la marina, queera el único trabajo que sabía hacer, y se desbarrancó en el olvido de la vida común. Antesde dos años cayó la dictadura y Colombia quedó a merced de otros regímenes mejorvestidos pero no mucho más justos, mientras yo iniciaba en París este exilio errante y unpoco nostálgico que tanto se parece también a una balsa a la deriva. Nadie volvió a sabernada del náufrago solitario, hasta hace unos pocos meses en que un periodista extraviado loencontró detrás de un escritorio en una empresa de autobuses. He visto esa foto: haaumentado de peso y de edad, y se nota que la vida le ha pasado por dentro, pero le hadejado el aura serena del héroe que tuvo el valor de dinamitar su propia estatua;Yo no había vuelto a leer este relato desde hace quince años. Me parece bastante digno paraser publicado, pero no' acabo de comprender la utilidad de su publicación. Me deprime laidea de que a los editores no les interese tanto el mérito del texto como el nombre con queestá firmado, que muy a mi pesar es el mismo de un escritor de moda. Si ahora se imprimeen forma de libro es porque dije sí sin pensarlo muy bien, y no soy un hombre con dospalabras.G. G. M.
Barcelona, febrero 1970

I
Cómo eran mis compañeros muertos en el mar
El 22 de febrero se nos anunció que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho meses deestar en Mobile, Alabama, Estados Unidos, donde el A.R.C. "Caldas" fue sometido areparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras reparaban el buque, los miembrosde la tripulación recibíamos una instrucción especial. En los días de franquicia hacíamos loque hacen todos los marineros en tierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamosdespués en "Joe Palooka", una taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamostina bronca de vez en cuando.Mi novia se llamaba Mary Address, la conocí dos meses después de estar en Mobile, porintermedio de la novia de otro marino.Aunque tenía una gran facilidad para aprender el castellano, creo que Mary Address nosupo nunca por qué mis amigos le decían "María Dirección". Cada vez que tenía franquiciala invítaba al cine, aunque ella prefería que la invitara a comer helados. Nos entendíamosen mi medio inglés y en su medio español, pero nos entendíamos siempre, en el cine ocomiendo helados.Sólo una vez no fui al cine con Mary: la noche que vimos "El Motín del Caine". A un grupode mis compañeros le habían dicho que era una buena película sobre la vida en unbarreminas. Por eso fuimos a verla. Pero lo mejor de la película no era el barreminas sino latempestad. Todos estuvimos de acuerdo en que lo indicado en un caso como el de esatempestad era modificar el rumbo del buque, como lo hicieron los amotinados. Pero ni yoni ninguno de mis compañeros había estado nunca en una tempestad corno aquella, demanera que nada en la película nos impresionó tanto como la tempestad. Cuandoregresamos a dormir, el marino Diego Velázquez, que estaba muy impresionado con lapelícula, pensando que dentro de pocos días estaríamos en el mar, nos dijo: -¿Qué tal si nossucediese una cosa como esa.Confieso que yo también estaba impresionado. En ocho meses había perdido la costumbredel mar. No sentía miedo, pues el instructor nos había enseñado a defendernos en unnaufragio. Sin embargo, no era normal la inquietud que sentía aquella noche en que vimos"El Motín del Caine".No quiero decir que desde ese instante empecé a presentir la catástrofe. Pero la verdad esque nunca había sentido tanto temor frente a la proximidad de un viaje. En Bogotá, cuandoera niño y veía las ilustraciones de los libros, nunca se me ocurrió que alguien pudieraencontrar la muerte en el mar. Por el contrario, pensaba en él con mucha confianza. Ydesde cuando ingresé en la marina, hace casi doce años, no había sentido nunca ningúntrastorno durante el viaje.Pero no me avergüenzo de confesar que sentí algo muy parecido al miedo después que vi"El Motín del Caine". Tendido boca arriba en mi litera -la más alta de todas- pensaba en mifamilia y en la travesía que debíamos efectuar antes de llegar a Cartagena. No podía dormir.Con la cabeza apoyada en las manos oía el suave batir del agua contra el muelle, y larespiración tranquila de los cuarenta marinos que dormían en el mismo salón. Debajo de militera, el marinero primero Luis Rengifo roncaba como un trombón. No sé qué soñaba, peroseguramente no habría podido dormir tan tranquilo si hubiera sabido que ocho días despuésestaría muerto en el fondo del mar.La inquietud me duró toda la semana. El día del viaje se aproximaba con alarmante rapidezy yo trataba de infundirme seguridad en la conversación con mis compañeros. El A.R.C."Caldas" estaba listo para partir. Durante esos días se hablaba con más insistencia denuestras familias, de Colombia y de nuestros proyectos para el regreso. Poco a poco se ibacargando el buque con regalos que traíamos a nuestras casas: radios, neveras, lavadoras yestufas, especialmente. Yo traía una radio.Ante la proximidad de la fecha de partida, sin poder deshacerme de mis preocupaciones,tomé una determinación: tan pronto como llegara a Cartagena abandonaría la marina. Novolvería a someterme a los riesgos de la navegación. La noche antes de partir fui adespedirme de Mary, a. quien pensé comunicarle mis temores y mi determinación. Pero nolo hice, porque le prometí volver y no me habría creído si le- hubiera dicho que estabadispuesto a no navegar jamás. Al único que comuniqué mi determinación fue a mi amigoíntimo, el marinero segundo Ramón Herrera, quien me confesó que también había decididoabandonar la marina tan pronto como llegara a Cartagena. Compartiendo nuestros temores,Ramón Herrera y yo nos fuimos con el marinero Diego Velázquez a tomarnos un whisky dedespedida en "Joe Palooka".Pensábamos tomarnos un whisky, pero nos tomamos cinco botellas. Nuestras amigas decasi todas las noches 'conocían la noticía de nuestro viaje y decidieron despedirse,emborracharse y llorar en prueba de gratitud. El director de la orquesta, un hombre serio,con unos anteojos que no le permitían parecer un músico, tocó en nuestro honor unprograma de mambos y tangos, creyendo que era música colombiana. Nuestras amigaslloraron y tomaron whisky de a dólar y medio la botella.Como en esa última semanas nos habían pagado tres veces, nosotros resolvimos echar lacasa por la ventana. Yo, porque estaba preocupado y quería emborracharme. RamónHerrera porque estaba alegre, -corno siempre, porque era de Arjona y sabía tocar el tambory tenía una singular habilidad para imitar a todos los cantantes de moda.Un poco antes de retirarnos, un marinero norteamericano se acercó a la mesa y le pidiópermiso a Ramón Herrera para bailar con su pareja, una rubia enorme, que era la que menosbebía y la que más lloraba -¡sinceramente!-. El norteamericano pidió permiso en inglés, yRamón Herrera le dio una sacudida, diciendo en español: "¡No entiendo un carajo! "Fue una de1as mejores broncas de Mobile, con sillas rotas en la cabeza, radiopatrullas ypolicías. Ramón Herrera, que logró ponerle dos buenos pescozones al norteamericano,regresó al buque a la una de la madrugada, imitando a Daniel Santos. Dijo que era la últimavez que se embarcaba. Y, en realidad, fue la última.A las tres de la madrugada del 24 de febrero zarpó el A.R.C. "Caldas" del puerto deMobile, rumbo a Cartagena. Todos sentíamos la felicidad de regresar a casa. Todostraíamos regalos. El cabo primero Miguel Ortega, artillero, parecía el más alegre de todos.Creo que ningún marino ha sido nunca más juicioso que el cabo Miguel Ortega. Durantesus ocho meses en Mobile no despilfarró un dólar. Todo el dinero que recibió lo invirtió enregalos para su esposa, que le esperaba en Cartagena. Esa madrugada, cuando nosembarcamos, el cabo Miguel Ortega estaba en el puente, precisamente hablando de suesposa y sus hijos, lo cual no era una casualidad, porque nunca hablaba de otra cosa. Traíauna nevera, una lavadora automática, y una radio y una estufa. Doce horas después el caboMiguel Ortega estaría tumbado en su litera, muriéndose del mareo. Y setenta y dos horasdespués estaría muerto en el fondo del mar.
Los invitados de la muerte
Cuando un buque zarpa se le da la orden: "Servicio personal a sus puestos de buque". Cadauno permanece en su puesto hasta cuando la nave sale del puerto. Silencioso en mi puesto,frente a la torre de los torpedos, yo veía perderse en la niebla las luces de Mobile, pero nopensaba en Mary. Pensaba en el mar. Sabía que al día siguiente estaríamos en el golfo deMéxico y que por esta época del año es una ruta peligrosa. Hasta el amanecer no vi alteniente de fragata Jaime Martínez Diago, segundo oficial de operaciones, que fue el únicooficial muerto en la catástrofe. Era un hombre alto, fornido y silencioso, a quien vi en muypocas ocasiones. Sabía que era natural del Tolíma y una excelente persona.En cambio, esa madrugada vi al suboficial primero Julio Amador Caraballo, segundocontramaestre, alto y bien plantado, que pasó junto a mí, contempló por un instante lasúltimas luces de Mobile y se dirigió a su puesto. Creo que fue la última vez que lo vi en elbuque.Ninguno de los tripulantes del "Caldas" manifestaba su alegría del regreso másestrepitosamente que el suboficial Elías Sabogal, jefe de maquinistas. Era un lobo de mar.Pequeño, de piel curtida, robusto y conversador. Tenía alrededor de 40 años y creo que lamayoría de ellos los pasó conversando.El suboficial Sabogal tenía motivos para estar más contento que nadie. En Cartagena loesperaban su esposa y sus seis hijos. Pero sólo conocía cinco: el menor había nacidomientras nos encontrábamos en Mobile.Hasta el amanecer el viaje fue perfectamente tranquilo. En una hora me habíaacostumbrado nuevamente a la navegación. Las luces de Mobile se perdían en la distanciaentre la niebla de un día tranquilo y por el oriente se veía el sol, que empezaba a levantarse.Ahora no me sentía inquieto, sino fatigado. No había dormido en toda la noche. Tenía sed.Y un mal recuerdo del whisky.A las seis de la mañana salimos del puerto.Entonces se dio la orden: "Servicio personal, retirarse. Guardias de mar, a sus puestos"Tan pronto como oí la orden me dirigí al dormitorio. Debajo de mi litera, sentado, estabaLuis Rengífo, frotándose los ojitos para acabar de despertar.-¿Por dónde vamos? -me preguntó Luis Rengifo.Le dije que acabábamos de salir del puerto. Luego subí a mi litera y traté de dormir.Luis Rengifo era un marino completo. Había nacido en Chocó, lejos del mar, pero llevabael mar en la sangre. Cuando el "Caldas" entró en reparación en Mobile, Luis Rengifo noformaba parte de su tripulación. Se encontraba en Washington, haciendo un curso dearmería. Era serio, estudioso y hablaba el inglés tan correctamente como el castellano.El 15 de marzo se graduó de ingeniero civil en Washington. Allí se casó, con una damadominicana, en 1952. Cuando el destructor "Caldas" fue reparado, Luis Rengifo viajó deWashington y fue incorporado a la tripulación. Me había dicho, pocos días antes de salir deMobile, que lo primero que haría al llegar a Colombia sería adelantar las gestiones paratrasladar a su esposa a Cartagena.Como tenía tanto tiempo de no viajar, yo estaba seguro de que Luis Rengífo sufriría demareos. Esa primera madrugada de nuestro viaje, mientras se vestía, me preguntó:-¿Todavía no te has mareado?Le respondí que no. Rengifo dijo, entonces:-Dentro de dos o tres horas te veré con la lengua afuera.-Así te veré yo a ti -le dije. Y él respondió:-El- día que yo me maree, ese día se marea el mar.Acostado en mi litera, tratando de conciliar el sueño, yo volví a acordarme de la tempestad.Renacieron mis temores de la noche anterior. Otra vez preocupado, me volví hacía dondeLuis Rengifo acababa de vestirse y le dije:-Ten cuidado. No vaya y sea que la lengua te castigue.

II
Mis últimos minutos a bordo del "barco lobo"
"Ya estamos en el golfo", me dijo uno de mis compañeros cuando me levanté a almorzar, el26 de febrero. El día anterior había sentido un poco de temor por el tiempo del golfo deMéxico. Pero el destructor, a pesar de que se movía un poco, se deslizaba con suavidad.Pensé con alegría que mis temores habían sido infundados y salí a cubierta. La silueta de lacosta se había borrado. Sólo el mar verde y el cielo azul se extendían en torno a nosotros.Sin embargo, en la media cubierta, el cabo Miguel Ortega estaba sentado, pálido ydesencajado. luchando con el mareo. Eso había empezado desde antes. Desde cuandotodavía no hablan desaparecido las luces de Mobíle, y durante las últimas veinticuatrohoras, el cabo Miguel Ortega no había podido mantenerse en pie, a pesar de que no era unnovato en el mar.Miguel Ortega había estado en Corea, en la fragata "Almirante Padilla". Había viajadomucho y estaba familiarizado con el mar. Sin embargo, a pesar de que el golfo estabatranquilo, fue preciso ayudarlo a moverse para que pudiera prestar la guardia. Parecía unagonizante. No toleraba ninguna clase de alimentos y sus compañeros de guardia losentábamos en la popa o en la media cubierta, hasta cuando se recibía la orden detrasladarlo al dormitorio. Entonces se tendía boca abajo en su litera, con la cabeza haciaafuera, esperando la vomitona.Creo que fue Ramón Herrera quien me dijo, el 26 en la noche que la cosa se pondría duraen el Caribe. De acuerdo con nuestros cálculos, saldríamos del golfo de México después dela media noche. En mi puesto de guardia, frente a la torre de los torpedos, yo pensaba conoptimismo en nuestra llegada a Cartagena. La noche era clara, y el cielo, alto y redondo,estaba lleno de estrellas. Desde cuando ingresé en la marina. me aficioné a identificar lasestrellas. Desde esa noche me di gusto, mientras el A. R. C. "Caldas" avanzabaserenamente hacia el Caribe.Creo que un viejo marinero que haya viajado por todo el inundo, puede saber en qué marse encuentra por la manera de moverse el barco. La experiencia en ese mar donde hice misprimeras armas, me indicó que estábamos en el Caribe. Miré el reloj. Eran las doce y treintaminutos de la noche. Las doce y treinta y uno de la madrugada del 27 de febrero. Aunque elbuque no se hubiera movido tanto, yo hubiera sabido que estábamos en el Caribe. Pero semovía. Yo, que nunca he sentido mareos, empecé a sentirme intranquilo. Sentí un extrafiopresentimiento. Y sin saber por qué, me acordé entonces del cabo Miguel Ortega, queestaba allá abajo, en su litera, echando el estómago por la boca.A las seis de la mañana el destructor se movía como un cascarón. Luis Rengifo estabadespierto, una litera debajo de la mía.-Gordo -me dijo-. ¿Todavía no te has mareado?Le dije que no. Pero le manifesté mis temores. Rengifo, que, como he dicho, era ingeniero,muy estudioso y buen marino, me hizo entonces una exposición de los motivos por loscuales no había el menor peligro de que al "Caldas" le ocurriera un accidente en el Caribe."Es un barco lobo", me dijo. Y me recordó que durante la guerra, en esas mismas aguas, eldestructor colombiano había hundido un submarino alemán."Es un buque seguro", decía Luis Rengífo. Y yo, acostado en mi litera, sin poder dormir acausa de los movimientos de la nave, me sentía seguro con sus palabras. Pero el viento eracada vez más fuerte a babor, y yo me imaginaba cómo estaría el---Caldas" en medio deaquel tremendo oleaje. En ese momento me acordé de "El Motín del Caine".A pesar de que el tiempo no varió durante todo el día, la navegación era normal. Cuandoprestaba la guardia me puse a hacer proyectos para cuando llegara a Cartagena. Leescribiría a Mary. Pensaba escribirle dos veces por semana, pues nunca he sido perezosopara escribir. Desde cuando ingresé en la marina, le he escrito todas las semanas a mifamilia de Bogotá. Les he escrito a mis amigos del barrio Olaya cartas frecuentes y largas.De manera que le escribiría a Mary, pensé, y saqué en horas la cuenta del tiempo que nosfaltaba para llegar a Cartagena: nos faltaban exactamente 24 horas. Aquella era mipenúltima guardia.Ramón Herrera me ayudó a arrastrar al cabo Miguel Ortega hacia su litera. Estaba cada vezpeor. Desde cuando salimos de Mobile, tres días antes, no había probado alimentos. Casi nopodía hablar y tenía el rostro verde y descompuesto.
Empieza el baile
El baile empezó a las diez de la noche. Durante todo el día el "Caldas" se había movido,pero no tanto como en esa noche del 27 de febrero en que yo, desvelado en mi litera,pensaba con pavor en la gente que estaba de guardia en cubierta. Yo sabía que ninguno delos marineros que estaban allí, en sus literas, había podido conciliar el sueño. Un poco antesde las doce le dije a Luis Rengifo, mi vecino de abajo:-¿Todavía no te has mareado?Como lo había supuesto, Luis Rengifo tampoco podía dormir. Pero a pesar dél movimientodel barco, no había perdido el buen humor. Dijo:-Ya te dije que el día que yo me maree, ese día se marea el mar.Era una frase que repetía con frecuencia. Pero esa noche casi no tuvo tiempo de terminarla.He dicho que sentía inquietud. He dicho que sentía algo muy parecido al miedo. Pero no mecabe la menor duda de lo que sentí a la media noche del 27, cuando a través de losaltoparlantes se dio una orden general:"Todo el personal pasarse al lado de babor".. Yo sabía lo que significaba esa orden. Elbarco estaba escorando peligrosamente a estribor y se trataba de equilibrarlo con nuestropeso. Por primera vez, en dos años de navegación, tuve un verdadero miedo de¡ mar. Elviento silbaba, allá arriba, donde el personal de cubierta debía estar empapado y tiritando.Tan pronto como oí la orden salté de la tarima. Con mucha calma, Luis Rengifo se puso enpie y se fue a una de las tarimas de babor, que estaban desocupadas, porque pertenecían alpersonal de guardia. Agarrándome a las otras literas, traté de caminar, pero en ese instanteme acordé de Miguel Ortega.No podía moverse. Cuando oyó la orden había tratado de levantarse, pero había caídonuevamente en su litera, vencido por el mareo y el agotamiento. Lo ayudé a incorporarse ylo coloqué en su litera de babor. Con la voz apagada me dijo que se sentía muy mal.-Vamos a conseguir que no hagas la guardia -le dije.Puede parecer un mal chiste, -pero si Miguel Ortega se hubiera quedado en su litera, ahorano estaría muerto.Sin haber dormido un minuto, a las 4 de la madrugada del 28 nos reunimos en popa seis dela guardia disponible. Entre ellos Ramón Herrera, mi compañero de todos los días. Elsuboficial de guardia era Guillermo Rozo. Aquella fue mí última misión a bordo. Sabía quea las 2 de la tarde estaríamos en Cartagena. Pensaba dormir tan pronto como entregara laguardia, para poder divertirme esa noche en tierra firme, después de ocho meses deausencia. A las 5.30 de la madrugada fui a pasar revista a los bajos fondos acompañado porun grumete. A las 7 relevamos los puestos de servicio efectivo para desayunar. A las 8volvieron a relevarnos. Exactamente a esa hora entregué mi última guardia, sin novedad, apesar de que la brisa arreciaba y de que las olas, cada vez más altas, reventaban en el puentey bañaban la cubierta.En popa estaba Ramón Herrera. Allí estaba también, como salvavidas de guardia, LuisRengifo, con los auriculares puestos. En la media cubierta, recostado, agonizando con sueterno mareo, estaba el cabo Miguel Ortega. En ese lugar se sentía menos el movimiento.Conversé un momento con el marinero segundo Eduardo Castillo, almacenista, soltero,bogotano y muy reservado. No recuerdo de qué hablábamos. Sólo sé que desde ese instanteno volvimos a vernos, hasta cuando se hundió en el mar, pocas horas después.Ramón Herrera estaba recogiendo unos cartones para cubrirse con ellos y tratar de dormir.Con el movimiento era imposible descansar en los dormitorios. Las olas, cada vez másfuertes y altas, estallaban en la cubierta. Entre las neveras, las lavadoras y las estufas,fuertemente aseguradas en la popa, Ramón Herrera y yo nos acostamos, bien ajustados,para evitar que nos arrastrara una ola. Tendido boca arriba yo contemplaba el cielo. Mesentía más tranquilo, acostado, con la seguridad de que dentro de pocas horas estaríamos enla bahía de Cartagena. No había tempestad; el día estaba perfectamente claro, la visibilidadera completa y el cielo estaba profundamente azul. Ahora ni siquiera me apretaban lasbotas, pues me las había cambiado por unos zapatos de caucho después de que entregué laguardia.
Un minuto de silencio
Luis Rengífo me preguntó la hora. Eran las once y media. Desde hacía una hora el buqueempezó a escorar, a inclinarse peligrosamente a estribor. A través de los altavoces se repitióla orden de la noche anterior: "Todo el personal ponerse al lado de babor", Ramón Herreray yo no nos movimos, porque estábamos de ese lado.Pensé en el cabo Miguel Ortega, a quien un momento antes había visto a estribor, pero casien el mismo instante lo vi pasar tambaleando. Se tumbó a babor, agonizando con su mareo.En ese instante el buque se inclinó pavorosamente; se fue. Aguanté la respiración. Una olaenorme reventó sobre nosotros y quedamos empapados, como si acabáramos de salir delmar. Con mucha lentitud, trabajosamente, el destructor recobró su posición normal. En laguardia, Luis Rengifo estaba lívido. Dijo, nerviosamente:-¡Qué vaina! Este buque se está yendo y no quiere volver.Era la primera vez que veía nervioso a Luis Rengifo. Junto a mí, Ramón Herrera, pensativo,enteramente mojado, permanecía silencioso. Hubo un instante de silencio total. Luego,Ramón Herrera dijo:-A la hora que manden cortar cabos para que la carga se vaya al agua, yo soy el primero encortar.Eran las once y cincuenta minutos.Yo también pensaba que de un momento a otro ordenarían cortar las amarras de la carga.Es lo que se llama "zafarrancho de aligeramiento". Radios, neveras y estufas habrían caídoal agua tan pronto como hubieran dado la orden. Pensé que en ese caso tendría que bajar aldormitorio, pues en la popa estábamos seguros porque habíamos logrado asegurarnos entrelas neveras y las estufas. Sin ellas nos habría arrastrado la ola.El buque seguía defendiéndose del oleaje, pero cada vez escoraba más. Ramón Herrerarodó una carpa y se cubrió con ella. Una nueva ola, más grande que la anterior, volvió areventar sobre nosotros, que ya estábamos protegidos por la carpa. Me sujeté la cabeza conlas manos, mientras pasaba la ola, y medio minuto después carraspearon los altavoces."Van a dar la orden de cortar la carga", pensé. Pero la orden fue otra, dada con una vozsegura y reposada: "-Personal que transita en cubierta, usar salvavidas".Calmadamente, Luis Rengifo sostuvo con una mano los auriculares y se puso el salvavidascon la otra. Como después de cada ola grande, yo sentía primero un gran vacío y despuésun profundo silencio. Vi a Luis Rengifo que, con el salvavidas puesto, volvió a colocarselos auriculares. Entonces cerré los ojos y oí perfectamente el tic-tac de mi reloj.Escuché el reloj durante un minuto, aproximadamente. Ramón Herrera no se movía.Calculé que debla faltar un cuarto para las doce. Dos horas para llegar a Cartagena. Elbuque pareció suspendido en el aire un segundo. Saqué la mano para mirar la hora, pero enese instante no vi el brazo, ni la mano, ni el reloj. No vi la ola. Sentí que la nave se iba deltodo y que la carga en que me apoyaba se estaba rodando. Me puse en pie, en una fracciónde segundo, y el agua me llegaba al cuello. Con los ojos desorbitados, verde y silencioso, via Luis Rengifo que trataba de sobresalir, sosteniendo los auriculares en alto. Entonces elagua me cubrió por completo y empecé a nadar hacia arriba.Tratando de salir a flote, nadé hacía arriba por espacio de uno, dos, tres segundos. Seguínadando hacia arriba. Me faltaba aire. Me asfixiaba. Traté de amarrarme a la carga, pero yala carga no estaba allí. Ya no había nada alrededor. Cuando salí a flote no vi en torno míonada distinto del mar. Un segundo después, como a cien metros de distancia, el buquesurgió de entre las olas, chorreando agua por todos lados, como un submarino. Sóloentonces me di cuenta de que había caído al agua.

III
Viendo, ahogarse a cuatro de mis compañeros
Mí primera impresión fue la de estar absolutamente solo en la mitad del mar.Sosteniéndome a flote vi que otra ola reventaba contra. el destructor, y que éste, como a200 metros del lugar en que me encontraba, se precipitaba en un abismo y desaparecía demi vista. Pensé que se había hundido. Y un momento después, confirmando mipensamiento, surgieron en torno a mí numerosas cajas de la mercancía con que el destructorhabla sido cargado en Mobile. Me sostuve a flote entre cajas de ropa, radios, neveras y todaclase de utensilios domésticos que saltaban confusamente, batidos por las olas. No tuve enese instante ninguna idea precisa de lo que estaba sucediendo. Un poco atolondrado, meaferré a una. de las cajas flotantes y estúpidamente me puse a contemplar el mar.El día era de una claridad perfecta. Salvo el fuerte oleaje producido por la brisa y lamercancía dispersa en la superficie, no había nada en ese lugar que pareciera un naufragio.De pronto comencé a oír gritos cercanos. A través del cortante silbido del viento reconocíperfectamente la voz de Julio Amador Caraballo, el alto y bien plantado segundocontramaestre, que le gritaba a alguien:-Agárrese de ahí, por debajo del salvavidas.Fue como si en ese instante hubiera despertado de un profundo sueño de un minuto. Me dicuenta de que no estaba solo en el mar. Allí, a pocos metros de distancia, mis compañerosse gritaban unos a otros, manteniéndose a flote. Rápidamente comencé a pensar. No podíanadar hacia ningún lado. Sabía que estábamos a casi 200 millas de Cartagena, pero teníaconfundido el sentido de la orientación. Sin embargo, todavía no sentía miedo. Por unmomento pensé que podría estar aferrado a la caja indefinidamente, hasta cuando vinieranen nuestro auxilio. Me tranquilizaba saber que alrededor de mí otros marinos seencontraban en iguales circunstancias. Entonces fue cuando vi la balsa.Eran dos, aparejadas, como a siete metros de distancia la una de la otra. Aparecieroninesperadamente en la cresta de una ola, del lado donde gritaban mis compañeros. Mepareció extraño que ninguno de ellos hubiera podido alcanzarlas. En un segundo, una de lasbalsas desaparecía de mi vista. Vacilé entre correr el riesgo de nadar hacia' la otra opermanecer seguro, agarrado a la caja. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de tomaruna determinación, me encontré nadando hacia la última balsa visible, cada vez más lejana.Nadé por espacio de tres minutos. Por un instante dejé de ver la balsa, pero procuré noperder la dirección. Bruscamente, un golpe de la, ola la puso al lado mío, blanca, enorme yvacía. Me agarré con fuerza al enjaretado y traté de saltar al interior. Sólo lo logré a latercera tentativa. Ya dentro de la balsa, jadeante, azotado por la brisa, implacable y helada,me incorporé trabajosamente. Entonces vi a tres de mis compañeros al rededor de la balsa,tratando de alcanzarla.Los reconocí al instante. Eduardo Castillo, el almacenista, se agarraba fuertemente al cuellode Julio Amador Caraballo. Este, que estaba de guardia efectiva cuando ocurrió elaccidente, tenía puesto el salvavidas. Gritaba: "Agarrase duro, Castillo". Flotaban entre lamercancía dispersa, como a diez metros de distancia.Del otro lado estaba Luis Rengifo. Pocos minutos antes lo había visto en el destructor,tratando de sobresalir con los auriculares levantados en la mano derecha. Con su serenidadhabitual, con esa confianza de buen marinero con que decía que antes que él se marearía elmar, se había quitado la camisa para nadar mejor, pero había perdido el salvavidas. Aunqueno lo hubiera visto, lo habría reconocido por su grito:-Gordo, rema para este lado.Rápidamente agarré los remos y traté de acercarme a ellos. Julio Amador, con EduardoCastillo fuertemente colgado del cuello, se aproximaba a la balsa. Mucho más allá, pequeñoy desolado, vi al cuarto de mis compañeros: Ramón Herrera, que me hacía señas con lamano, agarrado a una caja.¡Sólo tres metros!Si hubiera tenido que decidirlo, no habría sabido por cuál de mis compañeros empezar.Pero cuando vi a Ramón Herrera, el de la bronca en Mobile, el alegre muchacho de Arjonaque pocos minutos antes estaba conmigo en la popa, empecé a remar con desesperación.Pero la balsa tenía casi 2 metros de largo. Era muy pesada en aquel mar encabritado y yotenía que remar contra la brisa. Creo que no logré hacerla avanzar un metro. Desesperado,miré otra vez alrededor y ya Ramón Herrera había desaparecido de la superficie. Sólo LuisRengifo nadaba con seguridad hasta la balsa. Yo estaba seguro de que la alcanzaría. Lohabía oído roncar como un trombón, debajo de mi tarima, y estaba convencido de que suserenidad era más fuerte que el mar.En cambio, Julio Amador luchaba con Eduardo Castillo para que no se soltara de su cuello.Estaban a menos de tres metros.Pensé que si se acercaban un poco más podría tenderles un remo para que se agarrasen.Pero en ese instante una ola gigantesca suspendió la balsa en el aire y vi, desde la crestaenorme, el mástil del destructor, que se alejaba. Cuando volví a descender, Julio Amadorhabía desaparecido, con Eduardo Castillo agarrado al cuello. Solo, a dos metros dedistancia, Luis Rengifo seguía nadando serenamente hacia la balsa.No sé por qué hice esa cosa absurda: sabiendo que no podía avanzar, metí el remo en elagua, como tratando de evitar que la balsa se moviera, como tratando de clavarla en susitio. Luis Rengifo, fatigado, se detuvo un instante, levantó la mano como cuando sosteníaen ella los auriculares, y me gritó otra vez:-¡Rema para acá, gordo!La brisa venía en la misma dirección. Le grité que no podía remar contra la brisa, quehiciera un último esfuerzo, pero tuve la sensación de que no me oyó. Las cajas demercancías habían desaparecido y la balsa bailaba de un lado a otro, batida por las olas. Enun instante estuve a más de cinco metros de Luis Rengífo, y lo perdí de vista. Pero apareciópor otro lado, todavía sin desesperarse, hundiéndose contra las olas para evitar que loalejaran. Yo estaba de pie, ahora con el remo en alto, esperando que Luis Rengifo seacercara lo suficiente como para que pudiera alcanzarlo. Pero entonces noté que se fatigaba,se desesperaba. Volvió a gritarme, hundiéndose ya:-¡Gordo... Gordo...Traté de remar., pero seguía siendo inútil, como la primera vez. Hice un último esfuerzopara que Luis Rengifo alcanzara el remo, pero la mano levantada, la que pocos -Minutosantes había tratado de evitar que se hundieran los auriculares, se hundió en ese momentopara siempre, a menos de dos metros del remo...No sé cuánto tiempo estuve así, parado, haciendo equilibrio en la balsa, con el rernolevantado. Examinaba el agua. Esperaba que de un -momento a otro surgiera alguien en lasuperficie. Pero el mar estaba limpio y el viento, cada vez más fuerte, golpeaba contra micamisa con un aullido de perro. La mercancía había desaparecido. El mástil, cada vez másdistante, me indicó que el destructor no se había hundido, como lo creí al principio. Mesentí tranquilo: pensé que dentro de un momento vendrían a buscarme. Pensé que alguno demis compañeros había logrado alcanzar la otra balsa. No había razón para que no lohubíeran logrado. No eran balsas dotadas, porque la verdad es que ninguna de las balsas deldestructor estaba dotada. Pero había seis en total, aparte de los botes y balleneras. Pensabaque era enteramente normal que algunos. de mis compañeros hubieran alcanzado las otrasbalsas, como alcancé yo la mía, y que acaso el destructor nos estuviera buscando.De pronto me di, cuenta del sol. Un sol caliente y metálico, del puro mediodía. Atontado,todavía sin recobrarme por completo, miré el reloj. Eran las doce clavadas.SoloLa última vez que Luis Rengífo me preguntó la hora, en el destructor, eran las once ymedia. Vi nuevamente la hora a las once y cincuenta, y todavía no había ocurrido lacatástrofe. Cuando miré el reloj en la balsa, eran las doce en punto. Me pareció que hacíamucho tiempo que todo había ocurrido, pero en realidad sólo habían transcurrido diezminutos desde el instante en que vi por última vez el reloj, en la popa del destructor, y elinstante en que alcancé la balsa, y traté de salvar a mis compañeros, y me quedé allí,inmóvil, de pie en la balsa, viendo el mar vacío, oyendo el cortante aullido del viento ypensando que' transcurrirían por lo menos dos o tres horas antes de que vinieran arescatarme."Dos o tres horas", calculé. Me pareció un tiempo desproporcionadamente largo para estarsolo en el mar. Pero traté de resignarme. No tenía alimentos ni agua y pensaba que antes delas tres de la tarde la sed sería abrasadora. El sol. me ardía en la cabeza, me empezaba aquemar la piel, seca y endurecida por la sal. Como en la caída había perdido la gorra, volvía mojarme la cabeza y me senté al borde de la balsa, mientras venían a rescatarme.Sólo entonces sentí el dolor en la rodilla derecha. Mi grueso pantalón de dril azul estabamojado, de manera que me costó trabajo enrollarlo hasta más- arriba de la rodilla. Perocuando lo logré me sentí sobresaltado: tenía una* herida honda, en forma de medialuna, enla parte inferior de la rodilla. No sé sí tropecé con el borde del barco. No sé si me hice laherida al caer al agua. Sólo sé que no me di cuenta de ella sino cuando ya estaba sentado enla balsa, y que a pesar de que me ardía un poco, había dejado de sangrar y estabaperfectamente seca, me imagino que a causa de la sal marina. Sin saber en qué pensar, mepuse a hacer un inventario de mis cosas. Quería saber con qué contaba en la soledad delmar. En primer término, contaba con mi reloj, que funcionaba a precisión y que no podíadejar de mirar a cada dos, tres minutos. Tenía, además de mi anillo de oro, comprado enCartagena el año pasado, mi cadena con la medalla de la Virgen del Carmen, tambiéncomprada en Cartagena a otro marino por treinta y cinco pesos. En los bolsillos no teníamás que las llaves de mi armario del destructor, y tres tarjetas que me dieron en un almacénde Mobile, un día del mes de enero en que fui de compras con Mary Address. Como notenía nada que hacer, me puse a leer las tarjetas para distraerme mientras me rescataban. Nosé por qué me pareció que eran como un mensaje en clave que los náufragos echan al mardentro de una botella. Y creo que si en ese instante hubiera tenido una botella, hubierametido dentro una de las tarjetas, jugando al náufrago, para tener esa noche algo divertidoque contarles a mis amigos en Cartagena.